
Te habrás dado cuenta de que no digo que en esta tarea debe tenerse en consideración especial a ningún hombre en la tierra, amigo o enemigo, familiar o extraño, pues esto no debe suceder en la contemplación perfecta, donde todo salvo Dios se olvida por completo, tal y como debe ser.
Sin embargo, sí digo que quien la practique se volverá tan virtuoso o caritativo gracias a la contemplación que incluso luego, cuando descienda de las alturas para hablar con sus hermanos cristianos o rezar por ellos, su voluntad se dirigirá tanto a amigos como enemigos, a familiares como a extraños. Y en ocasiones ¡se dirigirá incluso más a los enemigos que a los amigos!
No es que el contemplativo deba apartarse de su dedicación a Dios, pues constituiría un pecado grave, pero, naturalmente, también será forzoso que descienda de las alturas de vez en cuando a instancias de la caridad.
No obstante, en esta tarea de amar a Dios no se dispone de tiempo para considerar quién es amigo o enemigo, hermano o extraño. No digo que a veces - de hecho, muy a menudo- no vayas a sentir un afecto más profundo por unos que por otros. Tal inclinación es normal, y por muchas razones. El amor pide justamente eso; el afecto que Cristo sentía por Juan, Pedro y María era más profundo que el que sentía por muchos otros. Sin embargo, cuando el alma se vuelve por completo hacia Dios, quiere a todas las personas por igual, ya que siente entonces que no hay otra causa de amor que Dios mismo, y ama a todos con sencillez y sinceridad por el bien de Dios así como el suyo propio.
Del modo que todos los hombres se perdieron con Adán y muestran con sus obras el deseo de salvarse, y sólo se salvan en razón de los sufrimientos de Cristo y no de ninguna otra cosa, así también, por un camino parecido, la experiencia nos muestra que un alma entregada por entero a la contemplación y unida, por tanto, a Dios en espíritu hace todo lo que está a su alcance para lograr que todos los hombres se sientan tan satisfechos como ella. Cuando nos duele algún miembro de nuestro cuerpo, los demás miembros sufren también por simpatía, y cuando un miembro está sano, los demás se alegran con él. Lo mismo sucede espiritualmente con los miembros de la Santa Iglesia. Cristo es nuestra cabeza y nosotros somos sus miembros si perseveramos en la caridad; y el que sea un discípulo perfecto de Nuestro Señor en esta tarea espiritual deberá dedicar cada nervio y músculo de su ser para salvar a sus hermanos y hermanas aquí en la tierra, como hizo Nuestro Señor con su cuerpo en la cruz. ¿Cómo lo hará? No prestando atención a sus amigos y seres más allegados y queridos, sino a la humanidad en general, sin dar más importancia a unos que a otros, ya que todo el que quiera apartarse del pecado y pedir la misericordia de Dios alcanzará la salvación gracias a los padecimientos de Cristo.
Y tal como sucede con la humildad y la caridad, así sucede también con las demás virtudes, puesto que todas están incluidas de manera misteriosa en el modesto acto de amor que he mencionado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario